Metro de Medellín, Antioquia.
Un día cualquiera, Ultimo tren de la noche.

Pestañeé; no fue un reflejo súbito, sino un movimiento conmensurado. Lo decidí así para apaciguar el bostezo que inevitablemente apareció después, eco del sueño que me abarca. La horda de gente en el vagón es tal, que el cansino calor humano resiente en mi cabeza con efectos de nauseas. Estoy sudando un sofoco enfermo que pone mi cuota en el bochorno nauseabundo del lugar. El largo metro se mueve velozmente sobre esos rieles bien mantenidos y, de vez en cuando, le aparecen obstáculos que se encuentran con las ruedas y hacen un contoneo, un ruidillo, soportable e imperceptible incluso la primera vez que pones un pie sobre la cabina. Pero intento absortar mi mente en este desgarre de metales bajo mis pies para deshuesar el tiempo en franjas contables e intentar discernir cuanto tiempo le queda a este cumulo apestoso de humanidad.

Antepenúltima estación.

-"Próxima estación… estación con fácil acceso a…" – Decía una voz profesional tras unos parlantes de sonidos agrestes.

Una bulla y un alboroto se alzan tras el anuncio, la gente comienza a moverse hacia las puertas mecánicas. Un entonado beep advierte la apertura automática de todas las salidas. La cabina es abandonada con afán en el corto espacio de tiempo que ya de sobra conocemos todos los usuarios que frecuentamos el servicio, las puertas se cierran en un ruido seco antes de otro beep de vaticinio. Nadie más aborda el vagón sino un frío que me amaña y reconforta. Cierro mis ojos y agarro una bocanada que huele a montañas y ciudad, exhalo con tranquilidad ese malestar rezagado de antes.

Abro mis ojos, echo un vistazo.

Siete personas, ocho conmigo; somos los únicos habitantes temporales de la habitación en movimiento, y el tiempo pasa tan rápido como las luces opacas de las casas afuera en la ciudad, y las montañas que aparecen también andan, las cosas caminan, esa es la ilusión que me provoca mirar desde acá adentro. Curioseo a mis acompañantes, al frente mío una anciana de ropas tristes de paño y lino, con colores apagados como su rostro, sus pies hinchados que apenas caben en esas zapatillas y las alzadas grietas moradas son signos de una enfermedad por la vejez. Un chal en su cuerpo la cuida de un frio que solo siente ella, un frío que tal vez se conjuga con la nieve blanca que cae de su cabello, que a veces le aparece un negro azabache como el carbón que alguna vez encendió sus días, pero en otros lados de su cabeza es tan gris como la cellisca sucia en la tierra. Su cuello esta atiborrado de camándulas, de santos proclamados y santos prófugos, sucias estampillas de hombres y mujeres mal pintados en un borde de tela, agarrados por un colgandejo. No fue sino hasta ver su rostro andado y cicatrizado por el ardid del tiempo, que me di cuenta que me mira con un odio dedicado, la intimidación me obliga a retirar la vista. Diviso su acompañante, es una niña, piel blanca, manos delicadas, unos seis años, con un vestido azul que se me hace familiar y un zapatito en uno de sus pies, el otro está descalzo, ella sostiene una muñeca de rubios mugrosos con la ropa manchada por parches cobrizos ya secos. Las cosas se me han hecho claras, yo conozco esa niña, distingo esas ropas, y más aún, recuerdo esa muñeca. La miro a la cara, entonces una vieja deuda me exprime el corazón, un karma lejano se hace grumo en mis pulmones y, lo ajeno del dolor, se transforma en un brillo húmedo que cubre mi rostro. No es la niña la culpable, ella es hermosa, es un reflejo en el lago de mi memoria que vibra con fuerza y por alguna extraña casualidad, este recuerdo es igual a ella. Inhalo unos milímetros de aire que me duelen en el recorrido, la exhalación sale con nostalgia, la segunda inhalación entra sin pena ni gloria, la segunda exhalación me abofetea, el último respiro me sana con hipocresía. Desvío la mirada.

Le doy unos segundos de calma a mi mente e intento pensar en las malditas casualidades, por que la niña no es más que eso, una absurda probabilidad de ser la misma de mis añejos recuerdos, aunque no lo es.

Me fijo en las personas a mí alrededor. En la misma fila de sillas estamos tres personas, yo en el medio, los otros muy alejados, al menos a tres puestos de mí. El tormento de aquella infanta aún me acompaña, entonces el hombre a mi derecha, que no es dimas, ni la joven a mi izquierda quien tampoco es gestas, me hacen sentir en el Gólgota y el recuerdo de esa niña me está crucificando. Sigo pues en mi labor de observar a mis vecinos, esperando no encontrar más sorpresas; más a mi derecha, casi al fondo, una pareja aprovecha el tiempo para enjuagar sus labios con las mieles del otro, un tanto desagradable para mí gusto, pero los amantes me ayudan a despejar las remembranzas y jugarretas de mi mente. El último habitante es un viejo largo y bien vestido con manos amplias, agarrado a las barandas del techo y le sobran algunos centímetros de brazo, los suficientes para arrugar la articulación del codo. Él responde mi mirada, pero me deja vacío, unos ojos inexpresivos que me declaran una poesía sin letras.

Miro mi reloj, diez cincuenta y uno de la noche.

Penúltima estación.

-"Próxima estación… estación con rutas integradas… estación con fácil acceso a… si esta no es su estación de destino." –Habla demás el altoparlante, como entrando en confianza, suelto una sonrisa seca por autocomplacencia a mi broma.

-"Solo Cinco minutos más y acaba este agobio." –Pienso; quiero huir de aquí, ahora la pequeña me mira con extraña curiosidad, con la cara sucia y las mejillas manchadas de lágrimas secas. Le pido piedad a esos ojos castaños que me juzgan en un tribunal móvil. Me hace sentir blasfemo, condenado a estar en un poso mientras una hoz oscila sobre mi cuerpo, una hoz atada a un péndulo que con cada segundo está más cerca de destrozarme. Son cinco minutos por una eternidad, el grito lacerado escapa de mi alma más no de mi boca. Prometo a mis santos y a los del cuello de la anciana cosas imposibles para mi humana carne, todo con tal de pagar aquel maldito pecado que me mancha desde joven, quiero que una luz eterna me rasgue de allí con una presura astral, que no me deje permanecer en este mundo donde la pena no muere, ni olvida, ni desaparece, es tan constante y tan horrorosa como el día en que sucedió.

-"Padre nuestro que estas en el cielo, santificado sea tu nombre." –Le elevo al cielo la plegaria –"Venga a nosotros tu reino, así en la tierra como en el cielo." –Pero el cielo y su
señor no me perdonan, me han olvidado así como yo olvide mi cordura aquella vez. Maldita sea este calvario frío, quiero que los diablillos dancen y quemen mi ser hasta que no quede nada, cielo e infierno no importa, pero por favor, la vida es mi sufrir ahora que la reminiscencia es la tortura de mi existir.

He pensado demasiado pronto, ya que al sonar el penúltimo beep, todos abandonan el recinto, todos menos yo. La vieja mujer se pone de pie a fuerza de lidias, se persigna con una referencia desconocida y eleva unas palabras inaudibles, entonces agarra a la niña del brazo, caminan lento hacia la puerta. El sonido eléctrico hace su aparición, se cierra el telón, yo me levanto a echar una última mirada masoquista y grito desde el tren hasta más allá de la estación:

-¡Perdón! Maldita sea, perdóneme, no quise hacer eso, no fui yo quien quiso hacerlo… perdóneme. –Fue un alarido loco en el momento menos preciso, pero así es la culpa, insana y atroz, así que grito para despejar la mente, siento que es lo único que puedo hacer por mí.

Para mi sorpresa, nadie volteo a ver la proveniencia del chillido, solo la niña, quien tenía el par de ojos ardiendo en rojo por llorar, con una expresión en sus labios que solo la tristeza del niño enmarca, y la húmeda mucosa que es culmine en el dolor de una pobre criatura. Palidezco tan fuerte ante la imagen que un escalofrío cabalga sobre mi cuerpo con la fuerza de un látigo lacerante, comienzo a delirar. –Es ella, es ella, es ella. –No me pasaba otra cosa por la cabeza.

El vagón emprende marcha, y con cada metro recorrido, mi fobia al pasado me abraza. Una carga impropia me derrumba al suelo donde mis puños se cierran hasta casi desaparecer el espacio que existen entre las comisuras de ellos, arremeto contra el suelo en una descarga de furia incontrolable y la acústica acompaña mi ira como en una sinfonía desgarradora y tétrica que compone mi locura. No sé cuánto tiempo permanecí ahí tirado, esperando la gloria de la redención, o el fragor de la condena, pero me doy por vencido, sé que mi veredicto es vivir con esta cruz. Reincorporo mi cuerpo y con una debilidad más mental, camino con mis brazos hasta recostarme sobre mi antiguo puesto, esta helado por la falta de compañía, pero ese gélido sentimiento llega a hasta mi cabeza y me despierta a la realidad. Logro sentarme bien y me recuesto sobre el vidrio a mis espaldas, miro a la ventana del frente y allí están, las mismas montañas de siempre, alumbradas por un brillo espectral que acentúa su hermosa silueta, y en la falda de estas, arboles, muchos y frondosos árboles que forman bosques de un oscuro verdor que le hacen perder su forma en la tenuidad de la noche. Reviso la hora en mi reloj de muñeca, la incertidumbre me acoge entonces. Por un momento creí que había averiado el reloj con tantos golpes, pero me afano a buscar grietas o falta de piezas y no veo nada, el reloj funciona normal, me dice que he pasado media hora desde la penúltima estación, aun así me doy al escepticismo y camino más hacia el frente, buscando algún edificio que reconozca, esperando ubicarme. Más allá del tren, están las piedrillas sobre las que se construyeron los rieles, una reja de metal cubierta por un alambre bien tejido limita el metro con el resto del mundo, un río sucio y luminoso justo en las afueras, y por supuesto, el bosque y las montañas. No tengo ni la más mínima idea de en donde me encuentro, pero antes de presionar los botones de emergencia en la cabina, opto por mirar a mis espaldas.

Ahora es como si el terror de antes se transmutara en el miedo a estar perdido, no hay razón que lo justifique, estoy montado en un aparato que anda en línea recta hacia mi hogar, ya debería haber llegado. No sé si el reloj está roto, o si la rota es mi cabeza, pero las montañas a mi espalda, a mi frente, son exactamente las mismas, los mismos picos, las mismas bajadas, las mismas formas…

-"Debe ser la puta empresa, creyeron que el metro estaba vacío y lo llevan a guardar conmigo en él." –Pero porqué pasaría esto, ellos suelen ser muy cuidadosos con el servicio que prestan y siempre entra alguien a revisar si no resta nadie. Una diminuta diferencia completa mi deducción, no hay rieles al otro lado, no hay caminos para el tren que viaja al norte, si, se equivocaron. –"Las montañas deben ser una alucinación por el cansancio." –Toco el botón rojo al lado de la puerta.

Los altoparlantes se encienden en un ruido molesto y amplio, y así se queda un minuto mientras yo retuerzo mis oídos por el dolor. El tren sigue su marcha.

Mi segunda opción es la palanca azul, eso detendrá el tren, entonces me apuro y la acciono… no pasa nada.

-¡Maldita sea, imbéciles! –Grito a la nada. El vagón está encendido con una luz amarilla y brillante, pero la soledad le hace lucir lúgubre. Decido mirar por las ventanas hacia el vagón vecino, no hay nada ni nadie, corro los metros de diferencia para echar un vistazo a la otra cabina, el mismo resultado, estoy absolutamente solo. Toco el botón rojo de nuevo ya entrando en cólera, pero esta vez el resultado es diferente.

Una voz acabada y femenina habla.

-Luz de lumbre, necio hato
Césped triste, olor rancio
Entre sus sombras se mueve, entre sus sombras camina
La parca escupe carne fría.
El silencio me acompaña una vez más.

-"Que se muera mi madre, que en paz descanse, si eso no es brujería." –Y lo era, yo nací en un pueblo lejano de la ciudad, donde la costumbre es más que simple cultura, y la necedad, curiosidad, o tal vez idiotez, me hizo perseguir magos y brujas hasta sus escondites en cementerios, o morgues en viejas casas, los oí hablar en versos cadentes sin ritmo ni ton, que ni conjugaban ni nada, algo parecido a lo que acababa de oír. Y el respeto por esta práctica me nació, cuando asomado por la ventana de madera desde las afueras de una casa colonial, un verso escapo hasta la calle nocturna y terminó una mano azul putrefacta agarrándome el hombro con una fuerza exánime, yo salí despavorido de ahí. Aunque ya ha pasado mucho tiempo desde entonces, esa es una de las vivas cicatrices que permanece fresca en mi memoria.

Llevo un trago de saliva por mi garganta seca, me siento en la silla de pasta, espero…

Mientras permanezco aquí, debo tener paciencia ahora que la situación está en contra de mi total cordura. Me quedo mirando de nuevo a las montañas, no sé cuáles son, si las del oriente o las del occidente, pero no importa, todas son las mismas, me he perdido camino a casa, lo peor es que no he dado ni un paso a favor de extraviar mi rumbo. El reflejo del vidrio que me deja ver hacia afuera pinta una opaca figura, la mía, luzco mal, acabado y enfermo, como nunca me he visto. Pienso en la miseria una y otra vez mientras la calma del tiempo se acomoda en mi mente, el mundo empieza a ir lento, pausado, melancólico. Sucede pues que el vidrio no refleja el paisaje detrás mío, solo una tiniebla, y con la pausa del momento, no me entero de inmediato de una silueta oscura que comienza a emerger en el asiento de al lado, una cabeza, unas manos, unos pies, florecen con fantasmagórica fuerza, un escalofrío me estremece, una piel me roza, yo volteo para certificar el espanto. Una cara derruida y colmada de gusanos negros me recibe con un pánico incalificable, mi grito rompe la tranquilidad blanquecina y danzo sin ritmo ni orden hacia atrás, siento que mi cráneo se rompe ante su
encuentro con una baranda de metal, caigo, los últimos segundos de visión fueron para el caminar destartalado del monstruo hacia mi cuerpo, con un contoneo arácnido se desplaza cual masa amorfa los pocos metros que nos separan, el hedor que es muy suyo me derrite las fosas nasales, y unos pocos cabellos cafés le cuelgan de algún lado. –"Nunca mires a un fantasma a los ojos, o se muere mijo." –Sabias palabras de una madre, aunque no sé si sea este un fantasma, cumplo con el consejo y me ahogo en el desmayo.

Mis ojos no se abren, pero mi oído recibe señales desde afuera.

-"Ultima estación… gracias por viajar con nosotros…" –Alcanzo a rescatar algunas palabras.

Un sueño forzado se esparce fuera de mí, ahora puedo ver el suelo, permanezco dentro del vagón. Asciendo con letargo y un cansancio sembrado en mi cabeza, luego un dolor fuerte. Toco la parte trasera de mi cráneo para verificar sangrado, y lo hay. No sé si lo que vi fue real o fue obra de un sueño, pero ese bendito golpe me hizo perder la noción de las cosas. Cuando se haya concluido el ritual del despertar, me enfrento a las puertas abiertas que dan a la estación, camino ante el asombro, la estructura esta bañada en una negrura tal, que solo la luz de la luna da la poca visibilidad que me deja ver la forma de la construcción. Avanzo hasta la línea amarilla y miro a los lados, el largo metro esta placido y quieto, con todas sus compuertas abiertas, él brinda un poco de su luz a la estación, lo suficiente como para iluminar el sendero hasta las escaleras de bajada, comienzo a buscar el cartel que me indica el nombre del lugar donde me encuentro, y lo hallo, la poca lumbre me permite enterarme que está falto de letras, estoy en un lugar sin nombre, en el medio de la nada.

-¡Hola, ¿hay alguien aquí?! –Pregunto, pero no me responde ni mi propio eco. Esto debe ser una maldita pesadilla, esto no suele suceder, debo haber caído en coma y mi trasiega cabeza
confunde mis sueños con la realidad. Pero no es una alucinación, mi conciencia me lo dicta, es tan cierto como el dolor en todo mi cuerpo.

Me dirijo con lentitud a observar el conductor en la cabina principal, llego en pocas zancadas, pero no hay nadie. La extrañes ahora me ha acostumbrado a este mundo tácito, pero el horror sigue siendo vívido en mí. Me asomo por el balcón de la estación que siempre da unos diez, once metros más abajo al lugar de reunión de personas y de buses. Solo veo un bosque que baja con la montaña. –"No sé dónde estoy, estoy perdido." –Me digo lo obvio.

Este silencio que le pertenece a la necrópolis, penetra y perturba la poca sanidad restante de mi razón, tomo asiento en el asfalto entre la llana luz que da el tren y la lobreguez de las escalas, hago algunos pensamientos sensatos en vos alta, porque he perdido el pudor a mi propia soledad.

-Una anciana con mirada de odio, la niña de mis recuerdos se aparece, rompen mi rutina. Una soledad, un rezo mágico y una bestia ignota y deforme con partes humanas que me carcome de espanto, caigo desmayado y entro a una estación vacía y obscura en medio de la nada. –El tan anhelado llanto emerge sobre mí ser cansado, para bañarme en una pureza salificada, para alejar brujas. –No sé qué es esto, el cobro por mi pecado, el espíritu de una niña toma vendetta de su verdugo, la locura de un hombre atormentado, no sé. –Lloro más, casi siento pena por mí.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco pasos, una risa profunda y gruesa. Seis, siete ocho, nueve, un sonido metálico tal vez rastrillado contra el piso me alerta, algo viene, se acerca, ¿la proveniencia de los pasos? Es el último vagón a mi derecha, las luces en este se apagan, diez, once, doce, otro vagón pierde fulgor, quedan siete. Los pasos se aceleran, dos cabinas más se apagan, la obsidiana falta de resplandor está más cerca de mí. Cinco vagones, otro muerto en las tinieblas, faltan cuatro y yo me pongo de pie, mi corazón marcha tan rápido como andan las pisadas, me hago en la bajada de las escaleras, dispuesto a huir, pero espero con morbosidad hasta que el último vagón pierda su brillo. Tres, dos, ya no es una marcha, es una carrera, ahora hay ocho vagones apagados, el último aun emana luz, los pasos se detuvieron. Todas las puertas se cierran a excepción de las que están frente mío, las luces comienzan a fallar, los parlantes en toda la estación y dentro del tren gritan con furia:

-Riega su sangre sobre el cultivo
Que de estos crezcan frutos impíos
Come su sangre con furia presta
Pero no dejes que muera o desaparezca
Hazlo sufrir su condena.

El titilo de las luces duró hasta el fin de las palabras, en el último prende y apaga un bulto muy alto y curvado apareció adentro, las luces se fueron, un azadón salió hasta la baldosa de la estación, golpeo el suelo, la bestia mugió mi nombre: "¡Simón!" Una fuerza detuvo la llama de mi vida unos segundos, cuando volvió, ya estaba bajando, casi cayendo por las escaleras. Los pasos siguen detrás mío mientras yo me sumerjo aún más en las tinieblas de la estación, solo guiado por la aura luz de la luna. –"¡Simón!" Dice la imperecedera presencia, yo no volteo ni por curiosidad, sigo mi ruta hacia ningún lado.

Continúo hasta el fallecimiento de mi aliento, incluso cuando las pisadas ya no se oían, yo seguí, hasta que la luna no alumbró más, seguí. Ahora gateo a ciegas en ningún lado. En una
cercana lejanía un pasillo me da una luz de vela, doblando a la izquierda, sigo hasta allá. Cuando logro llegar, hay una pequeña lámpara alta iluminando un cuadro grande que no diviso desde mi perspectiva, al frente de este, la luna vuelve a iluminar, me reincorporo y ando lento y con cansancio. Parezco estar en una cueva de cemento, lo que la diana luz me deja ver es un riel de tren hasta donde la vista alcanza, cubierto por piedrecillas y una reja delimitándolo del bosque. Volteo a observar el cuadro, esperando que sea una de las miles de vírgenes que un pintor o artista diferente crea para cada estación, de verdad lo anhelé para rezarle unas suplicas de salvación, en cambio, había otra figura de pesadillas.

Es un animal cubierto de vendajes, erguido y alto como un hombre, manos felinas, piernas de res, tres cráneos sobre sus hombros, uno era humano, el otro parecía ser un rumiante, el tercero era un perro o algún lobo, los reconozco muy bien. Mi agonía solo aumenta hasta ver un azadón afilado en la mano de la criatura y una cinta a sus pies como ondeada por el viento, decía: "¡Simón!" Solo grite, no duro mucho, pues una presencia me obliga a voltear la cabeza, y veo los mismos rieles, iluminados por la luna. Esa misma fuerza me hizo regresar a la pintura, pero el ser que había sido pintado en ella ya no estaba, solo un campo triste y vacío en escalas tenues estaba dibujado dentro del cuadro, la lámpara que encendía el retrato se apagó por completo, así pues, la llama azul de la luna ilumina un poco menos hasta la pared frente a mí, ya el engendro está tiznado como una sombra detrás mío, y vi como levanta de nuevo su arma y se acerca febril. Corro con las fuerzas que me faltan intentando hallar el camino por el cual llegué. Será la adrenalina liberada por el miedo que rompió los límites humanos del cansancio, pero solo así pude proseguir. De nuevo las pisadas se enfrentan a mi carrera, o bien juega a enloquecerme o es un ser muy lento.

Creo estar siguiendo el mismo camino de antes, o no lo sé, es un laberinto sin formas ni paredes que juega solo con mi poca visión en la oscuridad. El terreno lizo y plano sobre el que pongo mis pies cambió abruptamente, yo caí repentinamente por las inclinaciones de este nuevo suelo, me encontré con mucha grama y tierra, y cuando miro me percato, estoy en el cerro del pueblo en el que vivía de joven, tengo las ropas de aquella época, una camisa clara y sucia con un jean azul gastado y unos zapatos rotos de tela, tengo las manos cubiertas de sangre y unas pocas hebras de cabello tintado en el mismo rojo que emanaba de su cabeza, de la cabeza de la niña…

Ella estaba de pie frente a mí, acuchillada, con partes de su cuerpo faltante, mirándome con su desfigurado rostro, me dice: "Paga por lo que hiciste".

Debajo mío se abre un agujero enorme, y por el me deslizo, hasta llegar a un iluminado fin, unas escaleras de subida me hacen cara. Esa pequeña visión se sintió muy real, como todo lo que he vivido hasta ahora, y me dejó letárgico y cobarde, ya sin pertenecerme. Subo esas escaleras con un desanimo total, y llego de nuevo a la estación sin nombre, camino hacia el mismo vagón sin conciencia alguna y, mientras entro, veo salir a la misma anciana agarrando a la niña del brazo. Un beep cierra las puertas, corro hacia la vieja mujer y le enfrento desconsoladamente.

-Es usted, maldita bruja, usted me metió aquí, sáqueme por favor, se lo ruego. –La anciana, sin darme mayor importancia, saca un cuchillo de carnicero, el mismo cuchillo que yo portaba aquella noche, sienta a la niña hinchada de llorar en el suelo, y sin ponerle mayor cuidado al llanto de la desconsolada pequeña, entierra el primer filo y rompe la suave piel de su víctima. Entiendo lo que sucede, porque me veo allí, haciendo lo mismo, arrodillado sobre la grama apuñalando a la inocencia hecha carne, abriéndole tajos al unísono de los chirridos que soltaba mientras aún vivía. Ella era yo, y revivía ese sufrir antiguo, me estaba haciendo pagar.

Un beep, la puerta del vagón se abre, la bruja reza blasfemias.

-Santa tierra de cementerio
Olor de las noches muertas
Lirio de camposanto
Brisa de sangre rocía.

Yo caigo presa de la más ebria culpa, me echo para atrás y golpeo adrede mi cabeza contra la otra puerta en variadas ocasiones, quiero caer desmayado de nuevo.

Un beep mas, la puerta se cierra mientras la mujer sigue apuñalando impiadosamente ya a un bulto de carne. La puerta suena de nuevo, sigue la misma escena.

-Resguarda el dolor de esta victima
Hazlo ceder ante él
Que trague su propia lengua
Que escupa su propia sangre
Que la muerte sea su premio y la vida su tortura.

Otro beep, ahora sirven como un conteo hasta mi fin. Continúo enérgicamente golpeando mi cabeza, esperando que estalle.

De nuevo ese maldito sonido que abrió la puerta, pero la mujer llevaba ahora el cadáver en sus manos, lo traía hacia mí con la mirada perdida por la ira. La puerta se cerró.

-¡No por favor, no lo hagas, comprendo mi culpa, déjame en paz, no más, no más! Otra vez el sonido, se abre la puerta, esta vez la niña, camina hacia mí, con sus tripas recién cortadas colgando de su cuerpo destrozado, tiene una tenebrosa sonrisa cocida a cuchillo. Y de ella emerge tanta sangre que el lugar se comienza a ahogar en el plasma rojo brillante. No sé más, solo de mi terror, mi soledad, mi desconsuelo, vi, mientras nadaba en la sustancia impía, toda mi vida naufragando conmigo, una visión que duro una eternidad.

Siento despertar, apenas entreabro mis ojos y me veo sentado en el mismo sitio, en el mismo vagón, con las mismas siete personas. Aletargado por el dolor persistente en mi cabeza calculo que todo fue un sueño. Y cuando me han durado las deducciones en este viaje, sino muy poco, porque con solo echar un vistazo a la vieja y sus camándulas, a la niña y su muñeca, me enteró que los últimos minutos de mi vida se volverán a repetir, hasta la última estación.

-"Última estación, gracias por viajar con nosotros. Hasta la próxima."

Entra un joven policía al vagón, él presta su servicio militar haciendo la misma rutina de siempre, revisa que el metro quede vacío a final de cada recorrido, da instrucciones, atiende problemas, pero nunca lo preparan para lo que vio es anoche. Era un hombre mayor, sin mucho cabello en su cabeza, un abrigo café y vestido elegante, un hermoso reloj en su muñeca. De momento creyó que estaba dormido, y cuando decidió despertarlo, el cadáver se escurrió hasta el suelo.

Por: Santiago Posada