La garganta del mismísimo infierno entra por una pequeña apertura en la pared y cae sobre mis ojos, lo primero en despertar en mí es el tacto, y con la piel siento el calor reposándome en el rostro como una hoja de fuego solar. Noto también un lecho duro y frio acogiéndome como cama, mis ojos se entreabren para que la enceguecedora luz me calcine la vista, aparto la mirada a la oscuridad; entonces despiertan los ojos. Veo como me acostumbro a las tinieblas de una habitación distinta, húmeda y circular, llena de escombros esqueléticos, calcinados y babosos, así pues se levanta en mí el horror, y también se despierta el grito aterrorizado, y lo hago, lo hago muy fuerte. Lo último en salir del letargo es mi memoria, y recuerdo sus alas tenebrosas oscurecer el cielo como un nimbo de fuego, quemando el jardín entero con las personas que allí estaban, devorándolas de un inclemente golpe filoso plagado de cuchillas dentadas clavadas en el cráneo de la bestia, del dragón, y todo pasa tan rápido que me atrevo a decir que lo vívido del recuerdo me hace estar allí dos veces, y dos veces enredó el dragón sus garras alrededor de mi cuerpo, mientras de su mandíbula, chorreante de sangre hirviente que el viento llevó a mi rostro, me quemó dos veces.

–“he sido capturada por eso…" –Por eso que solo le pertenece a las leyendas que mi criada solía contarme para hacer caso y dejar que peinara mi cabello. Mi gemido de auténtico temor se convierte en un inconsolable llanto. –“Esas historias no siempre terminan bien." –Recuerdo que a veces la princesa era comida por un monstruo que era un ejército exhalador de muerte, no siempre esos temerarios caballeros enmallados y con placas salían victoriosos, o si lo hacían era contra magros lagartos en comparación al demonio que me trajo aquí. Su vicio de capturar nobles doncellas, princesas o reinas no es más porque en su caparazón de escamas llevan las almas de muchos hombres malvados, obscenos y mezquinos que siempre desean tesoros y mujeres, encerrados por brujos en los cuerpos de estas temibles criaturas que surcan los cielos, solo con el ánimo de evitar la muerte y besar la eternidad, buscando lo que siempre desearon mientras tuvieron cuerpos humanos. Al menos es lo que me contaba mi criada.

Cada llanto para mí, o al menos cada minuto que el alarido se mantiene en mi garganta, es un minuto que estoy más cerca de la muerte. Pienso en salir corriendo por sobre las miserias de aquellos seres humanos pero a todos los conozco, los ropajes, las joyas, son de familia, amigos, niños pequeños y vasallos, no puede simplemente pasar sobre ellos sin que reciban un entierro digno de lo que fueron. –“yo lo haré, oraré por ellos como lo hacen los sacerdotes y les daré piedad a sus ánimas torturadas por las llamas, aquí encontraran su sepultura" – Así que me recojo sobre las rodillas y elevo un ruego entre sollozos, aun con la cara humedecida por las lágrimas. Canto susurros leves que se transforman en poderosas plegarías para el cielo, rogando al dios piadoso que acoja a mi gente bajo su infinito seno de caridad, esta es una estancia de jolgorio para mí, la oración también ayuda a llamar la calma. Entonces, precipitadamente, un estruendo poderoso y un calor sofocante hacen temblar la habitación, rompiendo los rezos meditabundos que recito. Llegó la hora de correr.

Doy vueltas en la habitación hundiendo mis pies desnudos sobre los despojos de mi gente, ya lo único que me corre por la mente es huir. Un pomo tosco de metal frío se encuentra con mi mano en un lugar en el que no suelo encontrarlo. Empujo con fuerza, no pasa nada, las puertas de madera no se abren pues son amplias y fuertes. Varios golpes después solo me queda un intenso dolor de huesos de dar empujones contra la firme puerta, pierdo las esperanzas. Un sacudón ocurre y se le suma el crepitante ruido de una exhalación ardiente, y la luz carmesí pasa a través del pequeño agujero y es suficiente para iluminarme una apertura en la madera, justa para mi cuerpo, pero antes de escabullirme por allí, la luz me muestra algo más, escalofriantes miserias, las personas por las que acabo de orar lucen espantadas y deformes, descarnadas y babosas. El asco y la tristeza se conjugan en mi garganta mientras doy un brinco bajo y surco rápido el agujero. Estoy del otro lado y lo celebro vomitando sobre el suelo, una maza tibia y de colores verduzcos que cae sobre la loza pálida y mohosa. –“Luz, hay luz-"-Y es natural, se muestra por grandes ventanas convexas y lleva al cielo, este está acumulado de nubes grises que parpadeaban en blanquecinos relámpagos. –“Una tormenta". Solo tengo tiempo para pensar nimiedades, pues mi afán es huir de aquí, eso lo tengo muy claro.

Me recojo el vestido roído y me comienzo a desenvolver por la sucia construcción de ladrillo, bajando escaleras, atravesando pasadizos. Afuera el fragor de una batalla se deja oír, voces de hombres, tal vez mi última esperanza. El crujido del dragón, tal vez mi último recuerdo. Desemboco en una sala amplia y derruida por el tiempo que solo tiene para mi más miserias, un portón gigante abierto de par en par me da la bienvenida y me deja ver las caras de la batalla; el dragón aleteando a una baja altura expulsa una cuadrilla de soldados a pie, con su cola entierra las escamas sobre jinetes y caballos por igual, el espectáculo de sangre no da espera. La boca de la bestia está atiborrada de metal y carne, la sangre le corre en amplio cauce hasta el pecho. Se nota que ha comido mucho, solo guarda estas piezas de hombres entre su mandíbula para demostrar que no tiene miramientos en matar, una clara amenaza.

Recorro lo que me falta para vislumbrar bien la fiera reyerta, pero lo suficiente lejos para no verme comprometida. La furibunda vermis es inteligente, como un millar de hombres, mueve a la par sus brazos en sintonía con la cola y alas, desgarra lo que debe con sus dientes y no más, no sin antes haber regado con la sangre, carne y hueso de sus compañeros muertos a los soldados que aun pelean. Sin más preámbulo, y hasta que el último hombre en el campo queda de pie, aparece un resplandor en el horizonte, por las ruinas de lo que alguna vez fue una ciudad salen a campo abierto unos mil hombres de brillante armadura, blanca y dorada, -“¡los colores de mi padre! -están coronadas también por laureles y rosas decorados con gemas, como la estela de mi madre. Es el ejército real, los otros solo eran unos cientos mercenarios para cansar a la bestia, debieron costar una pequeña fortuna, y creo que yo valgo más que eso. Los Castellares Abanderados son el ejército personal de mi padre, los más letales del reino y los más temidos del continente, alzan con jolgorio los estandartes de mi pueblo amarrados en sus lanzas largas. Sobre nobles y grandes corceles de armadura embistieron contra el dragón, un aluvión de flechas no se dejó esperar y, como una lluvia que parte desdeñante desde la tierra, ilumina el cielo con su triunfal filo impío que no demora en arrumar al dragón entre gotas de filosas saetas, las alas le sirven de escudo. Ni una sola logra introducirse más allá de la fina capa de elegantes escamas que cubren las alas, él suelta un grito de ira que ataca con un aire hediendo a los que están en las primeras filas, el ejército se detiene. Una hombre más ornamentado que el resto se abre paso a pie, camina hasta que deja de espaldas a sus hombres y promulga:

-Entrégame a la princesa aberración, y te dejaremos vivir en paz en tu reino de suciedad y decaimiento. -Grita el joven comandante, un apuesto hombre que acude a rescatar a la princesa de las fauces del monstruo, toda una historia de fábula.

-Bauj bauj bauj. -El dragón vocifera en tono burlón. –Vengan por ella.

Vivo en una fantasía, me invado por una alegría sin nombre, como la de las victorias que tenían los caballeros en las historias de la criada, pero el dragón me despierta. Él me lanza una mirada cargada de lujuria, se le nota en el ceño grotesco, lame sus labios reptilianos con su larga y puntuda lengua, me ha visto. El comandante, de nombre Deran Ruet, también se percata de mi presencia, manda a sus hombres, a todos ellos por mí. En ese justo momento entiendo que él quiere enfrentar solo a la criatura, y sinceramente pierdo todas mis esperanzas. Deran desenfunda una mandoble de hermosos detalles, incluso desde aquí puedo apreciarlos, y el dragón se estremece sobre sí mismo.

-Traes esa hoja odiosa ante mi presencia, -Vocifera la fiera. -solo para que yo limpie tu carne de entre mis colmillos con ella.

Deran comienza a ondear la espada. –Dime tu nombre por Fried, dame tu casta por Jolk, muéstrame tu estandarte por Vaxe. –Dice la plegaria de la espada, una escritura antigua hecha a fuego en la hoja del arma que se dice puede sellar los poderes de un dragón. Lo sé porque la he visto, conozco su leyenda, es uno de los tesoros de mi padre.

-La Uhldrakanni, la dadora de nombres, ¿pretendes herirme con ese cuchillo para pan desde las alturas? –Dice el dragón mientras eleva vuelo. –Mi nombre es Riwalrax, y esta noche dormirás entre mis dientes. -Concluye amenazando.

-Puedo oler el miedo en tu apestoso aliento, vil cobarde. Baja de allí y te enseñare el poder que amanece entre mis manos. –Casi no se oyó la respuesta del comandante por el aleteo constante del dragón que acaba de ganar un nombre.

-Lo máximo que obtendrás de mi será mi nombre, y fuego, mucho fuego. –Riwalrax escupe una llamarada fina que cae sobre la caballería que viene a rescatarme, y agarra vuelo hacia ellos. Una fila larga de hombres cabalgando sigue su paso sin vacilaciones hacia la gran torre que está a mis espaldas, vienen por mi o corren por sus vidas, tal vez ambas. Muchos de ellos se cosen dentro de su propia armadura, los caballos comienzan a correr más ferozmente mientras la crin les arde en un baile de llamas que les hace lucir como pegasos de fuego, llevando heraldos de la muerte, caen al momento, hechos horrorosas figuras esqueléticas calcinadas y con pedazos de rojo metal incrustados en sus cuerpos, aun en llamas, como demonios derrotados en el juicio final.

Riwalrax les cubre con su sombra antes de dejar caer su pesado torso sobre otro tanto, ahora quedan unos cientos. A razón de minutos, el dragón mata más de ellos que el tiempo en cinco generaciones de hombres. Deran viene detrás, cabalgando un corcel veloz como las centellas del cielo, ondeando con furia el mandoble. Da un grito como jamás daría uno, hasta la tierra retumba: -¡Yo te condeno, Riwalrax, a la carne de los hombres! –El dragón que le daba la espalda, volteo a ver con una sonrisa descarada y lanzo una omnisciente catarata de fuego, no pudo ver que Deran lanzó la espada con una furia incontenible. El calor calcino al campeón en tan solo segundos, y cabalgo sus últimos pasos sobre la tierra caliente, una imagen de un instante que perduró una eternidad, un jinete del apocalipsis, general de los heraldos de calaveras negras quemadas, cae también ante el infierno que murmulló la garganta del diablo. La espada vuela tan lejos y tan rápido como un azulejo, tan mortal como una lanza, el mandoble se le incrusto en la boca amplia. El dragón se derrumba en un estruendo que hace temblar el mundo, la solitaria ciudad caída en la que me encontraba se deshizo tanto que no queda resto alguno de la antigua civilización que algún día la habitó, incluso la torre se desmorona y un enorme pedazo de esta cae lejos para mi fortuna. Estoy en silencio, tratando de entender lo inexplicable, me quedo así hasta el anochecer.

El cielo llora por mí, se arrebata entre tempestades y los rayos caen sobre las ruinas. Una luz verde ilumina el lugar repleto de oscuridad, son llamas. Una flama también verde cubre todo el cadáver del dragón y levanta un humus negro que se eleva al cielo, los huesos del monstruo crujen como mil bestias más. Las escamas se desprenden, la carne se deshace en una sopa de lava que se amplia y lo acoge todo, los huesos quedan blanquecinos. Unos minutos más tarde el incendio esmeralda desaparece, dejando solo el cementerio de humo. Un extraño suceso que me desbarata más la cabeza, me encierro en una pesadilla, en un cuento de mi criada, en mil mundos mágicos. De entre la fumarada aparece una figura masculina; un hombre alto de piel muy rosada y escamosa, sin bello por ningún lugar de su cuerpo y de un rostro tan hermoso y masculino como ningún otro. Traía dos espadas, el mandoble de su mano derecha, la otra entre sus piernas. Me manda una mirada desde la lejanía, unos ojos negros nadando en una córnea roja como la sangre me dejan en un estado de calma absoluta, me dejan aletargada.

El hombre camina lento hacia mí, cada vez más cerca y sus ojos cada vez más mágicos, me encantan en el sentido místico de la palabra, me incitan a hacer cosas que mi cuerpo no entiende, estoy ardiendo por dentro y me gusta. Al fin llega, se agacha y toca mi rostro, me carga y me lleva consigo, yo estoy atontada y adormecida. Me entra a la torre, por el gran salón, por las viejas cocinas, a los calabozos. El sótano está cálido y húmedo, me sienta junto a una celda, se pasea por aquí y por acá, agarrando sabanas y ropas viejas, luego me arranca mis propias vestiduras. Tiende todas las telas sobre una losa bajo una ventana por donde se filtra la luna, el cielo está despejado ya. Me recoge desnuda y me sienta sobre la losa, el mandoble estaba en el suelo. Se agacha y corta su mano con el filo de la hoja.

-Si sabes el nombre de un dragón puedes devolverlo a su forma humana, siempre y cuando tengas a Uhldrakanni, la dadora de nombres, la selladora de escamas, la creadora de carne. –Yo no le entiendo nada, mi pecho solo retumba cada vez más rápido con cada palabra que sale de su aliento. –Yo soy ese hombre, mil en uno, encerrados aquí por antiguas magias oscuras, hombres malvados que trabajan como una sola conciencia, lo único capaz de soportar tal perversidad es el cuerpo de un dragón, y yo soy ese dragón. Tu adalid me ha concedido el cuerpo de un hombre, y más que una maldición es una bendición, porque como bestia quemo a los hombres con fuego, y como hombre hago que las mujeres ardan en lujuria. –Hasta que la última gota de sangre cae de su mano, la piel se le vuelve más morena, más humana y tersa, los músculos se le definen. Un cuerpo esculpido en mármol, una cara masculina y angelical, de cejas pobladas y nariz en punta, con labios gruesos y rosados, un mentón perfecto. Un cabello negro y lacio le puebla la cabeza, y yo lo veo convertirse en alguien a quien le entregaría todo mi ser.

Da pasos lentos hasta alcanzarme, pone sus manos sobre la piedra, encerrándome entre sus brazos. Su rostro se acerca a mí y nuestras siluetas se dibujan desiguales, la distancia se acorta y el dibujo de nuestros seres se pierde entre los gruesos trazos de un beso, un camino sin vuelta atrás. Mi pecho se acelera y un sentimiento entre miedo y pasión me recorre desde la cabeza hasta la flor entre mis piernas. Un calor húmedo, como el acero ardiente, se asienta allí.

Un abrazo me deja ver su amplia espalda como un valle lizo en la noche, rociado por el sudor de su piel. La imagen y mi cuerpo me embriagan con un licor que me pierde de la mortalidad, soy un ser eterno, él me besa el cuello y lo repasa con su lengua, yo me arqueo por un escalofrío que me rebana la espalda en un tajo limpio. Él reta lo imposible y se acerca a un más a mí, rosando con la punta de su espada de carne los pétalos empapados de mi flor. Un rayo me atraviesa cuando comienza un juego de pecados, moviendo lentamente su filo por mi feminidad, haciéndome desear un corte fino de su espada. Mis dedos se amoldan a su espalda y hago caminos sobre su piel, siento como de una estocada irrumpe en mí, y mis ojos se abren, de mi boca se libera un gemido dulce y fuerte que evoca a los dioses del placer. Penetra entre mis cavidades con suavidad hasta que siento todos mis limites romperse, se deshacen por el calor y se convierten en líquidos.

Da comienzo un baile de lujuria, unos cantos de pasión, con la luna como única testigo, ella también baila en el cielo, nos aplaude. Nuestros cuerpos se contorsionan y se mecen, se arruman y conjugan, se vuelven luces tambaleantes en la oscuridad, como lumbres de noche. La intensidad se hace tal que nuestro placer se convierte en jugos finitos, mensajeros de la pasión consumada

Nos convertimos en seres de agua, nos bañamos en sudor de piel, en jugos impuros, en luz de luna. El tiempo aquí no existe, sé que he estado mucho viviendo este momento y lo haría por siempre, pero mi cuerpo se rinde ante la algarabía quisquillosa de nuestras existencias chocando y termino por liberar todo el cauce de mi placer.

He acabado otra vez, y lo haré por el resto de la noche.

Los días pasan colmados en sensual obscenidad, devorándonos por todos los dormitorios, viejas tabernas, casas muertas de señores, dándonos todo lo que deseamos, cediendo ante los impulsos más profanos. El tiempo pasa sin importar el qué, y el tiempo fue suficiente para que el dragón pusiera en marcha su infame empresa.

El valle es verde y los muros altos, es mi hogar, así lucia el día que lo abandone. En el flanco izquierdo de la construcción que rodea la ciudad hay reparaciones, el día que el dragón atacó cayó aquel largo pedazo de ladrillo. Yo voy paso lento sobre un caballo fino, a mi lado Riwalrax con el mandoble guardado en una funda de cuero fino con detalles de plata. Él lleva una armadura sin casco, para que su bello rostro lo adore el cielo y su cabello lo mesa el aire. Al llegar a las puertas nadie reconoce mi rostro.

-Quiénes son. –Ordena el soldado más que preguntar.

-Riwal, conde del oeste, antiguo general de Vegal.

-Vegal, el nido del dragón. Lamento mucho lo de su pueblo, pero dígame, ¿qué lo trae a Gaural?

-La princesa, la hija del rey, la he rescatado. –El soldado que cuida la puerta me mira dubitativo.

-La hija del rey murió, se la tragó el dragón de Vegal junto con sus mejores hombres.

-No murió, escapó y se refugió en mis tierras, llame al rey y a la reina para demostrárselo. Dígales que el conde del oeste les trae un regalo. –Riwal, como ahora se hace llamar, desamarra una bolsa llena de ofrendas de oro y se las entrega, el soldado va y hace su labor.

Esperamos un tiempo que ya era imprudente, antes de que un decenar de personas apareciera ante la puerta.

-Mi lord, mi lady, -Habla un hombre joven. –Mi rey dice que todos quienes pudieran reconocer el rostro de la princesa han muerto, así que la mandan a pasar para que cumpla su cometido, y si es el caso, se le dé una bienvenida prudente.

Así pues recorremos la ciudad, y los recuerdos de quien era yo antes de que la espada de Riwal invadiera mi esencia, pero nada es tan fantástico como los días de lascivia con ese hombre, me tiene bajo su dominio. Las escaleras al castillo son muchas, pero decido no caminarlas debido a mi condición, estoy embarazada, así que Riwal se ofrece a cargarme. Cuando nos hallamos ante el salón de recibimiento, él me suelta con suavidad. Mi madre deshuesa una sonrisa encantadora, como si viera revivir un muerto ante sus ojos, corre a abrazarme, a felicitarme, a besar mi gordo vientre. Mi padre me besa en la mejilla y le da la mano al dragón en cuerpo de hombre, todo va conforme su plan.

Los meses pasan, los festines se celebran, el dragón me hace suya. Mi padre había pasado una época terrible pues había perdido una fortuna, mil quinientos hombres y a su hija, pero Riwal le promete un ejército, muchos nietos y mucho oro y comida. Él me coge todos los días hasta que el salón se halla repleto de mis gritos, todos los días durante dos meses hasta que me encuentro lista para dar a luz.

Los dolores me retuercen las tripas, en la habitación estaba la partera, madre, padre y mi dragón, todos con caras felices aplaudiendo a la prosperidad, anhelando el bien del futuro, una felicidad que no les deja ver la nube de fuego que se cierne sobre ellos, todos aquí somos víctimas menos Riwal, él sonríe con sinceridad, con vileza.

El mandoble, que lo trae consigo se desenfunda, ruedan todas las cabezas menos la mía. Riwal abre las puertas y batalla con facilidad contra quienes resguardan mis aposentos. Mi panza comienza a deformarse en contoneos viscerales, las criaturas en el interior deben salir.

-Se alimentaran de su madre, las vermis inquietas se comerán a su progenitora hasta que no quede nada. –Dice entre carcajadas Riwal mientras las alas y las escamas escapan de su prisión de carne humana. Me mira con sus ojos rojos mientras mi abdomen se revienta y todas las proles, tantas como sean necesarias, comienzan a devorarme. Los ojos de Riwal, antes de adoptar su forma final me lanzan un encanto mágico, me hacen sentir placer en lugar de dolor, el placer que tanto disfruté. Al menos me deja morir entre gritos libidos, al menos sé que me amó.